Como alfombra en Semana Santa

Foto de Davis Arenas

En mi país existe la tradición de elaborar hermosas alfombras en Semana Santa, con el único objetivo que las procesiones pasen encima de ellas. Durante la pandemia del 2020-2021 hubo pocas alfombras, pero hoy, Domingo de Ramos, tuve la oportunidad de ver una humilde alfombra elaborada para que un burro pasara por encima, llevando a cuestas a un niño disfrazado de Jesús.

Poco acostumbrado a semejantes honores, el jumento iba pasando por un lado, ante la decepción de los devotos que hicieron la pequeña alfombra. Se dio cuenta el palafrenero e hizo regresar a la bestia para que con sus patas destruyera la hermosa creación. Le siguió el cura y el público estalló en aplausos.

Antes de continuar esta reflexión, debo aclarar que en mi opinión todas las obras que hacemos en este mundo son tan efímeras como una alfombra de aserrín. Sin mantenimiento, ni siquiera los grandes edificios de Nueva York durarían los años que llevan, así que no puede sentirse orgullo el constructor de su obra, porque sin los que le sucedieron ya no existiría.

Pero entonces, ¿para qué hacemos todo lo que hacemos? ¿Para que un burro inconsciente pase por encima?

Sí, exactamente.

En mi línea de trabajo hay una búsqueda constante por la perfección, por la belleza, por la idea genial que nos dará el premio internacional que creemos merecer, con la fama y la fortuna que creemos que nos va a traer. ¿De qué sirve, si el burro pasa de largo?

Debemos pensar en nuestras obras terrenales como en esa alfombra. Grande y majestuosa o humilde y reducida, pero cuyo único objetivo es que el próximo burro le pase por encima y la destruya. ¿Para qué construir una casa, si no hay quién la habite? ¿Qué valor tiene educar a los hijos, si no se les permite revolcarse en el lodo?

En la búsqueda desenfrenada que vivimos, con el anhelo eterno del tener y del poder, con mucha frecuencia alejamos de nuestra alfombra al borriquito que lleva al niño. Convencidos que nuestra obra maestra merece un lugar en el Louvre, languidece abandonada bajo el sol, esperando nada más que el tren de aseo de la Muni la recoja y se la lleve al basurero.

Más que entristecernos, debe alegrarnos si el padre decide bailar un zapateado sobre nuestra alfombra. Qué bueno habría sido que el burro defecara justo allí y el público hubiera estallado en carcajadas además de aplausos. ¿Por qué no, si para eso la hicimos?

Una buena biografía debería estar llena de obras pisoteadas, destrozadas y avejentadas, no de bellezas impolutas que jamás fueron usadas. Ciertamente la alfombra de hoy quedó hecha una pena después de paso del borrico. Pero sirvió. Como debía de ser.

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