En voz baja

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Mientras Elías esperaba la llamada del Señor, pasó un huracán, un terremoto y un incendio. Pero Dios no le hablaba de esa manera. (1 Reyes 19).

A lo largo de toda la historia sagrada nos encontramos con numerosos pasajes donde Dios se expresa de maneras muy sutiles, insignificantes. A susurros.

Y mientras tanto, nosotros estamos todo el tiempo esperando señales divinas que partan las aguas de los mares y hagan llover azufre ardiendo. Pero Dios no está en el fuego.

Hace poco aprendí la importancia de poner atención y escuchar esas pequeñas señales que corren a nuestro alrededor todo el tiempo, como neutrinos que pasan por millones a través de la materia sin alterarla, hasta que de pronto chocan con un átomo y producen un fotón.

Dios no nos va a hablar a gritos. Dios envía ángeles a hablar con las vírgenes, pero no a mandar sino a sugerir. Dios te despierta a media noche susurrando tu nombre tan suave que crees que es tu padre quien te llama (1 Samuel 3).

Y esos susurros son tan abundantes que cuando empiezas a escucharlos producen un sonido ensordecedor. Allí están. Allí han estado todo este tiempo, pero no los habías notado. Como los neutrinos. Como el aire que respiras y el suelo que pisas.

Mientras tanto, nosotros nos esforzamos por gritar cada vez más alto, cada vez más fuerte, cada vez más lejos. Y nos extraña que la gente no nos escuche. Porque no es el grito destemplado el que guia al Hombre, sino el susurro constante que escucha día y noche. El ejemplo, la evidencia, la realidad.

“Dame una señal y creeré” No se te dará más señal que la de Jonás (Mt 12, 38 y ss), porque no hay señal por grande que sea que haga creer al que no cree (Lc 16, 31).

Deja de gritar. Deja de buscar señales. Haz. Escucha. Allí está la verdad.

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