El Perro de Jesús

Este animalejo fue la inspiración para este cuento

Si esta historia fuera real, sería así:

Cuando Jesús era un adolescente en Nazaret, se aburría por las tardes.  Luego de estudiar la Torá durante cuatro horas en la mañana, comprendía todo tan fácilmente que no tenía que repasar por las tardes como los demás jóvenes y se quedaba, solo y sin amigos, vagando por las calles sin nada que hacer.

Entonces, esa noche durante la cena, fue con sus padres y les dijo: “Quiero tener un perro”.  Su papá San José lo miró sonriendo y le dijo: “¿Y para qué quieres un perro, Emanuel? Nosotros no tenemos ovejas”.  Y es que en Nazaret los perros sólo los tenían los pastores que tenían muchas ovejas, para que los ayudaran a cuidarlas.  María por su parte vio en los ojos del Joven esa chispa que tenía cuando se le ocurrían buenas ideas y no quiso opinar.  Sabía que el niño se iba a salir con la suya, pero quería ver cómo lo lograba esta vez.

Y Jesús respondió: “Mi Padre me ha dicho que un día tendré un enorme rebaño de ovejas, que vendrán de todos los continentes, incluso de más allá del mar y hasta el otro lado de la Tierra. Creo que es bueno que tenga un perro, ¿no crees, Abbá?”

José era un buen hombre, pero muchas cosas que decía su hijo no las podía comprender. “¿Ovejas venidas del otro lado de la Tierra? Tal vez tu Padre exageró esta vez, hijo.  Las ovejas vienen de oriente, allá es donde se originaron. Al otro lado de la Tierra no hay ovejas ¡No podrían atravesar el mar nadando!”

“Pero quiero tener un perro, papá”.  Y volviéndose a ver a su Madre le dijo “¿Tu  qué dices?  Sería bueno que tuvieras alguien que te acompañe en casa cuando papá sale a trabajar y yo a estudiar”.

“Tengo a los vecinos, hijo.  Tu no te preocupes por mí, una mujer sabe defenderse sola”. 

“Tú nunca estarás sola, Madre. Te lo prometo”.  Se lo dijo como quien sabe que tal vez  no pueda cumplir la promesa pero que hará todo lo necesario para lograrlo.

Y arremetió de nuevo contra San José.“¿Y entonces? ¿Cómo hacemos con lo de mi perro?”

“Hijo, somos pobres” le recordó su padre “Los buenos perros vienen de Roma, no podemos comprar uno de esos”.

“No quiero un buen perro, papá.  Quiero al perro más sucio y sarnoso que ande vagando por las calles. Uno de esos que ya no quieren ni los leprosos, de los que reniegan de su vida y creen que su único destino es morir olvidados como vivieron”.

Aquéllas palabras impactaron a sus padres.  ¿Quién era este muchacho, que se preocupaba por las criaturas olvidadas de Dios? Pero José era un hombre razonable y trató de convencerlo.

“¿Un perro enfermo? Olvídalo. Los perros enferman y mueren en las calles, ese es su destino. ¿Quién lo va a curar?”

“Yo lo sanaré”.

Esta vez María tuvo que intervenir.  Enojada le dijo: “Hijo: Cuando se enfermó Isaías ben Yusef, el anciano padre de nuestros vecinos, te pedí que lo curaras y dijiste que aún no había llegado tu tiempo. ¿Vas a darles a los perros lo que corresponde a los hijos?  No, no puedo permitirlo.”

“Lo sanaré como Hombre”, dijo Jesús.  “Los magos me enviaron de oriente un libro sobre medicina para animales”.

“¿Medicina para animales?” se rió de buena gana San José.  “Estos orientales inventan cada cosa. ¿Qué vendrá después? ¿Sembrar plantas en el agua? ¿Cosechar pescados? Ay, hijo, todo eso son tonterías. Los animales se curan solos o se mueren, así está escrito”.

“No, padre” dijo  Jesús. “Yo he venido a poner una nueva Ley. Después de Mí, habrán hombres que se dediquen a curar animales como si fueran personas, los peces saltarán del agua a los sartenes, las cosechas abundarán tanto que se necesitarán máquinas para recogerlas. Déjame tener un perro y te lo demostraré”.

Al pobre José le daba vueltas la cabeza. Trataba de imaginarse hospitales de animales, máquinas devorando campos de trigo, peces saliendo de las ramas de los árboles, pero eso era demasiado para él.

Al final, concedió: “Está bien, Manny. Ten un perro. Pero tu tendrás que encargarte de él. Tu mamá ya tiene suficiente con la casa y tanta gente que viene a verla buscando consuelo. ¡No se qué haces, María! No entiendo por qué vienen a ti de todos lados a pedirte cosas. Y ¿sabes qué? Sospecho que no todos son sinceros.  El otro día vi entrar a un vagabundo llorando amargamente y al rato salió feliz como un gran Señor. Creo que se burlan de ti”

María y Jesús se miraron con una mirada cómplice y se rieron por lo bajo.  Luego ella se dirigió a su santo esposo: “No te preocupes por el perro. Estoy segura que Jesús sabrá cuidarlo”.

José se quedó mirando su plato vacío, y aunque se había quedado con un poco de hambre no quiso pedir más, porque sabía que no había. Y entonces lo pensó y dijo: “¿Y qué va a comer el perro? Lo que ganamos apenas alcanza para nuestro pan de cada día. No podemos comprar carne, ni siquiera desperdicios para dárselos a un animal sarnoso”.

Por primera vez una sombra de duda cruzó el rostro del joven. No había pensado en aquello. Había estudiado la medicina de animales que tanta gracia le había hecho a su papá, pero no pensó en lo más simple, cómo darle de comer al animalito.

“No importa”, dijo poniéndose de pie.  “Si fuera necesario, aquí está mi carne para que coma. Si fuera necesario, le daré de beber mi sangre.  Pero quiero a mi perro y no lo voy a dejar que se muera olvidado en la calle. Lo rescataré con mi propia vida si fuera necesario”

Jesús, María y José se quedaron congelados.  En sus mentes giraban imágenes de su Hijo destrozado en carne viva y devorado por seres inferiores que no merecían tanto sacrificio. Y entre todo, el rostro apacible del joven, amoroso y sonriente mientras los perros enfermos se hartan de su cuerpo para vivir.

 “Siéntate hijo”, atinó por fin a decir José. “No creo que sea necesario llegar a ese extremo”.  Con su mente recorría las escrituras de arriba abajo tratando de encontrar una solución al problema del perro, un perro al que ni siquiera conocían pero que de alguna forma ya era parte de la familia y había que alimentar, pero en ningún lugar encontraba algo que dijera cómo alimentar a un perro callejero. Hasta que de pronto se le ocurrió.

“¡Ya sé!” dijo, entusiasmado.  “¿Has visto que las viudas y los huérfanos recogen las espigas de trigo que los trilladores dejan en el campo?” Por supuesto que lo había visto. Era esa la forma en que los ricos hacendados ayudaban a los pobres sin tener siquiera que verlos.  Le ordenaban a sus trilladores que no fueran muy cuidadosos con el trigo que quedaba en el suelo, para que las viudas y los huérfanos los recogieran. Así ayudaban, estaban en paz con Dios y no les costaba nada.

“Yo he visto que tampoco las viudas recogen todo”, dijo José. “Siempre quedan en el campo algunas espigas y unos pocos granos sueltos. Si tu vas y los recoges, seguro habrá suficiente para que el perro coma de tu pan y no muera”.

La idea le gustó al Jesús porque a él siempre le gustaba andar fuera, caminando, y no quedarse encerrado en la sinagoga como otros jóvenes consagrados. Ir los campos le permitía respirar aire fresco, hacer ejercicio y hablar con los más pobres, que siempre fueron su predilección.

A los pocos días, llegó Jesús a casa con el perro más horrible que se haya visto sobre la faz de la tierra. Estaba sucio, cubierto de llagas, el poco pelo que le quedaba, enredado hasta las raíces, cojeaba y despedía un olor nauseabundo.  Aparentemente, Jesús no se daba cuenta de todo eso, porque les dijo: “Papá, mamá: Les presento al mejor perro del mundo”.

María no pudo evitar hacer una mueca de asco. José le dijo:  “¿No podías encontrar un perro que al menos estuviera vivo? Este animal no pasará la noche, hijo”. 

“Justamente por eso era necesario que lo trajera a la casa de mi padre”, dijo Jesús. “Los otros perros sabrán valerse por sí mismos, pero este, si Yo no lo rescato, morirá sin conocer el amor. Déjame tenerlo conmigo, aunque sea una noche”.

“Es tu perro, hijo”, dijo San José.  “Pero lávalo al menos, para que no apeste la casa. Ya mañana lo enterraremos”.

Jesús se dedicó aquélla tarde a lavar con cuidado al chucho. José tenía razón, el perro no tenía ninguna esperanza, las heridas que había recibido en miles de peleas callejeras eran demasiado profundas. La medicina de los Magos no era tan poderosa como para curar las infecciones y aunque Jesús estuvo tentado de hacer un milagro para sanarlo, había prometido obedecer la voluntad de sus padres y lo dejó morir.

Al día siguiente, la Sagrada Familia se levantó más temprano que de costumbre. En el patio de la humilde morada descansaba el cuerpo inerte de un perro sarnoso increíblemente bello. No era las llagas ni la piel muerta lo que lo hacía verse hermoso. Era el amor que Jesús le había brindado en sus últimos minutos de vida lo que lo convertía en un perro más hermoso que los mastines romanos más preciados.

El mismo José cavó la tumba para el animalito. Los tres dijeron en silencio una oración, no por el perro que ya descansaba, sino por ellos mismos, que habían descubierto en la mascota más fea de la tierra algo nuevo dentro de ellos mismos. La resolución de su Hijo, la confianza de la Madre, la justicia del Padre.  Ellos seguían siendo los mismos, pero ahora estaban más unidos que antes.

Mientras regresaban en silencio a casa, Jesús dijo: “Quiero tener otro perro”.

Y sus papás lo abrazaron, y entre lágrimas le dijeron: “Todos los que quieras, hijo. Todos los que quieras”

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